Días de Barcelona (1996)
Pronto habrán pasado veinte años,
que, como dice el tango, son nada.
Tampoco es nada
el cargamento de memorias que hemos
acumulado desde ese entonces;
y son mucho, son demasiado,
las carnes desgonzadas,
las arrugas del espíritu
que ninguna cirugía arranca.
Es posible que tus monumentos
hayan envejecido. Mas la patina de tus fachadas
no puede compararse
al derrumbe de mis ilusiones.
Hoy vivo por vivir,
y de las ilusiones de ayer
quedan poemas, memorias borrosas,
cartas que nos atraviesan como puñales.
Últimamente, caminando por las calles,
reconozco en los peatones
los rostros de mis muertos queridos:
Andrés, Mike, Douglas, Luis Roberto,
reencarnados en un gesto, un bucle,
un encuadre chabrolesco.
Quien fui ayer,
y pronto serán veinte años de esto,
ya no recuerdo.
Lo veo a él, al otro Manrique,
un héroe en una novela de posguerra,
un clásico, un mito
repitiéndose desde siempre.
Hoy soy un extranjero
escribiendo líneas nostálgicas
por épocas en las cuales tampoco
quise, ni fui feliz, ni siquiera yo mismo.
A veces, últimamente cuando viajo
en el tren subterráneo,
es como si atravesase
diferentes regiones del infierno,
y sé que, aunque vivo,
estoy muerto, y que tan sólo en la muerte,
tal vez, Barcelona, recorreré
de nuevo tus ramblas
buscándolo a él, con su gemir eterno,
tratando inútilmente de completar
las piezas de un crucigrama
cada vez más extenso
e incierto.